Autobús escolar
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Cuando tenía 6 años, solía ir en autobús a la escuela porque estaba bastante lejos de mi casa. No me gustaba nada, yo quería ir andando pero mis padres no me dejaban. Decían que estaba muy lejos y que íbamos a tardar mucho en llegar hasta la escuela porque siendo tan pequeña no podía andar tan rápido y me cansaba muy pronto. Pero a mi me daba igual. Y todas las mañanas teníamos la misma discusión. No se daban cuenta que si no quería ir en autobús no era porque me marease o no me gustase, sino porque no me gustaban los niños que iban ahí.
El autobús iba recogiendo a todos los niños de la zona, de diferentes edades, desde los 3 hasta los 14 años. En mi parada, había niños de mi edad y solíamos estar jugando al pilla-pilla, al escondite y muchas cosas más mientras llegaba el autobús escolar. Pero en cuanto veía que se asomaba, me quedaba paralizada. Se me iba la sonrisa de la cara. Todos nos poníamos en fila y para arriba. Ahí estaba la cuidadora del autobús dándonos los buenos días como siempre.
Ya dentro, solíamos sentarnos donde queríamos, o mejor dicho, donde me dejasen, ya que cada vez que intentaba sentarme en un asiento, el del asiento de al lado no me dejaba y tenía que ir a buscar otro. Y así con todos los asientos que había gente de mi edad o más mayor. Siempre me tenía que sentar con gente más pequeña que yo, con niños de 3 o 4 años.
Cada vez que me hacían eso me sentía muy mal porque no me sentía querida por los que eran mis amigos supuestamente. Además, la cuidadora del autobús no hacía nada al respecto cuando más de una vez me vio llorar.
Esto hacía que llegase triste a la escuela y que no tuviese ganas de jugar. La profesora se empezó a dar cuenta de que me pasaba algo, porque llevaba muchos días que estaba más apagada. Al final, hablando con la cuidadora del autobús, se enteró de lo que pasaba.
El día que mis padres me dijeron que ya no iría más en autobús, que iríamos andando a la escuela fue muy feliz para mi, aunque tuviese que andar mucho hasta llegar hasta allí, me sentía querida y nadie me hacía ningún feo. Así, empecé a jugar otra vez como antes y a ir contenta a la escuela.