Vamos a hablar de astrologia

Jun 12, 2014, 09:40 PM

Desde los orígenes de las civilizaciones, el año verdadero, así del hombre como de la tierra como nos dice Esperanza Gracia en http://tuhoroscoposemanales.com/blog/esperanza-gracia/, ha co­menzado con la oleada de vida renovadora de la pri­mavera, cuando los campos se cubren de verdor, los pájaros trinan de alegría en sus nuevos nidos, los in­sectos entonan sus melodías al Sol, los vientos vita­lizantes transportan las simientes invisibles, hién- chense los tallos tiernos de los árboles y las flores exornan campos y montes, enjoyando la tierra con sus mil colores y aromas. Asimismo, al comenzar la primavera, los hom^ bres participan de ese despertar misterioso de la vida terrestre. Sienten que se acelera su pulso, que la san­gre corre más flúida por sus venas, y miran con ale­gría el Sol alzado y se bañan en su luz, en tanto sus invisibles rayos le transmiten el doble significado de su influjo solar y zodiacal.

Ese inicio del año astrológico —primero de los cuatro brazos de la cruz celeste inscrita en el círculo zodiacal— es un reflejo del significado biológico y espiritual emanado de las vibraciones celestes del Sol a través del tamiz misterioso del Zodíaco y de sus doce representaciones simbólicas. En la lectura del paso en retrogradación del Sol por los signos del Zodíaco móvil se contiene la clave del pasado, del presente y del porvenir.

Esa aguja inmensa es como el índice temporal, el compás del pulso de nuestro planeta que señala la imprimación espiritual y material de la vida de las civilizaciones y la tónica de las humanidades que en él viven y evolucionan, desde el origen de los tiempos.

Cada 25,920 años, el ecuador terrestre, de acuer­do con la inclinación del eje de la Tierra, da una vuelta completa al inmenso disco del zodíaco, el gran reloj de las eternidades. Esta espina dorsal magné­tica de nuestro globo terráqueo es la que atrae los distintos influjos celestes y los desparrama por su gran cuerpo planetario, sensible a las corrientes uni­versales, ya que todo se corresponde formando una unidad indisoluble en el Universo manifestado. Los griegos llamaban a ese eje magnético el "Sello de Rea", la diosa Abuela del Mundo. Ya que Rea sig­nificaba, en mitosofía, el doble femenino de Cronos, el Tiempo Infinito,tal como nos contaba ya Esperanza gracia.

Según esa determinante cronología espacial, una rotación completa de la Tierra en torno al disco zo­diacal de doce signos o constelaciones, determina un Gran Ciclo de vida sideral para la Tierra, lo que los hindúes llaman un manvantara. La explicación filosófica y esotérica de tales grandes ciclos o ruedas emana, según Platón, del "Modelo Divino", el "Cósmico Arquetipo". Dice en su Diálogo "El Timeo": "Así como en ese Modelo se halla un Viviente Eterno, así en la medida posible se esforzó, él, en otorgar esa eternidad a todo cuanto participa de su naturaleza y se ha adaptado entera­mente al mundo engendrado. El ha hecho de la eter­nidad inmóvil, esa imagen eterna que progresa si­guiendo la Ley de los Números, eso que llamamos el Tiempo. Cuando los aplicamos fuera de ese sentido de la substancia eterna, es que ignoramos su natu­raleza".

Símbolo de esa rueda cíclica que participa de las esencias del Cósmico Arquetipo y de la eternidad devenida tiempo evolucionante, es la serpiente de sa­biduría mordiéndose la cola. La continuidad de esa rueda, de esa serpiente enlazada en sí misma denota que todo conserva sus características esenciales, espe­cialmente las llamadas "constantes cíclicas".

No se trata sin embargo del "eterno retorno" nietzcheano. En realidad, nada se repite. Aunque la óptica física y mental, limitada a un punto de visua­lidad o referencia pueda ofrecer de cualquier movi­miento estelar, una curva cerrada, una visión supe­rior y amplísima abarcando el conjunto, dará a co­nocer un proceso en espiral, índice de la evolución.

Cada punto de retorno dentro del círculo evolu­tivo se manifestará, por tanto, dentro de un ángulo de progresión distinto, más abierto, más hondo. Es la Ley de Aquel que concibió la vida como un pro­ceso de crecimiento sin fin.